María Ángeles Pérez López

La mujer espera la llegada de los ciervos

 

La mujer espera la llegada de los ciervos

 

 

 

 

 

En el vientre impaciente de la lavadora

los colores se mueven por capricho

cuando voltea la máquina, se mece,

contorsiona su línea vertebral

sometida por leyes intrigantes

al ajustado margen del temblor,

la sacudida, el espasmo.

 

El rojo, el amarillo, el verde menta

se confunden y mezclan, recolocan

la paleta original de los colores,

abigarran el agua con sus tonos,

se exprimen para ofrecerse hermosos y amarrados

al jabón, la lejía abrasadora.

Componen un universo impredecible

y juegan a que tiñen el lino, el algodón,

las telas indefensas en el inquieto espacio,

las telas que se apropian del gris,

azul marengo,

para el forro o la costura primorosa,

aprensivas, temibles en su ira

si el resultado es torpe o irritante.

 

Hasta que no interrumpo el movimiento

y apago ese artefacto incomprensible,

no vuelve cada prenda con su primera imagen,

con la forma natural, la liberada

del sueño, la fantasía venturosa.

 

(de La sola materia)

 

 

 

 

Un día se superpone a otro.

Una tarea a otra.

Un desayuno y su cuchara a otro.

 

Forman como las capas del hojaldre

o de la gelatina:

no llegan a fundirse,

no se amasan con el sudor del tiempo,

no crecen como el pan repleto de las horas

empeñadas en lograr su perfección esférica

y crujiente.

 

En la cocina, mientras huelo

el perejil anónimo, la sal,

o la leche que hierve

-y que también suspira levemente-,

imagino que todo encuentra su sabor,

la dimensión exacta del gusto requerido,

ese espacio para el pleno desarrollo

de las papilas gustativas

y su redundancia,

de modo que no sean tan iguales

un desayuno y otro,

como no lo son

una cuchara y su gemela,

recuperadas en su perfil,

en la mella individual

e intransferible

del golpe contra la taza o el destino,

de la caída vertical hacia la ausencia.

 

(de La sola materia)

 

 

 

 

Para Ana Orantes, a quien su ex marido prendió
fuego un 17 de diciembre de 1997.

 

La mirada insolente

es una forma aguda como un clavo en la tierra,

contiene una porción horrible de sí misma

y apenas imagina

la depauperada humillación de estar

como si no,

del cuerpo que se arruga

y se encoge en su nudo primerizo

volviéndose ceniza, haciéndose invisible

materia degradada por el odio,

la paja que se prende con blandura.

 

La mirada insolente

acompaña a la mano, a la pierna insolentes

para apresar el cuerpo con el garfio del miedo

porque ella está tan sola y ya vencida,

herida de la queja y azotada

con el tizón de espanto que lleva el que es su ángel

del mal o de la ira.

 

La violencia insolente

hace temblar los márgenes del cuerpo

y en su lenta combustión como de encina

la tinta de las venas escribe ese calvario

cuando era profanado el templo de la carne

y en el aire se anotan garabatos, grafitis

con la voz enfangada y sucia de ese grito

que calcina los labios, las cuerdas de la boca,

“porque yo no sabía hablar

porque yo era analfabeta

porque yo era un bulto

porque yo no valía un duro”.

 

Oh cuerpo de papel para la hoguera.

 

(de El ángel de la ira)

 

 

 

 

Mientras estoy subida sobre ti

y juntos arqueamos la bóveda del cielo

sólo puedo escuchar el rumor de mi sangre

golpeando los poros, la pared de la piel,

el tambor de cristal de la sangre bombeando

varios litros espesos por minuto.

Cuando estoy sobre ti no pienso en casi nada,

sólo siento una zona de sol que me conduce

al amarillo hueco del calor,

al lugar en que tiemblan las espigas

antes de su recolección para la hoguera.

Porque tiemblo y escucho la pulsión de la sangre

como si fuese tierra que se estuviese haciendo

en el horno inicial del corazón del mundo,

escucho su rumor subiendo de volumen

antes de su erupción en lava y en ceniza

y su anverso es el génesis pero tiene también

transustanciado el rostro de la muerte.

Y es que mientras estoy subida sobre ti

me llegan otros ecos de desastres,

lo del desplome azul de las casas de Oriente

que alguien cuenta en la radio, no le tiembla la boca:

Afganistán es nombre de tristeza

si ha habido un terremoto y no era de placer.

Por eso continúo subiendo por tu pene

y así estoy conjurando la caída del tiempo,

la caída devastada de la gente en Tajar,

la redención –que es falsa– del sufrimiento horrible

porque atrapo un instante nuestra gloria insensata.

 

(de Carnalidad del frío)

 

 

 

 

Para escribir un poema que sea pleno de amor,

incendiado en sus sílabas de escarcha,

puedo releer los libros que conozco

donde alguien tocó nuestra eterna raíz

midiendo la distancia que va del cuerpo al cuerpo

-oh pelea desigual y ensangrentada

de la que no saldremos nunca indemnes,

mordido el corazón en su mismísimo centro-.

Porque bailo despacio un baile repetido

de forma que soy junco como otra de las muchas

mujeres, de las niñas, las ancianas

que están antes de mí, las que vendrán

a acariciar tu sexo estremecido

esperando encontrar inigualable

cada una en su señal, en su contorno

el gesto primordial de nuestra dicha.

Porque es común el peso en las caderas

que nos hace movernos, concebir,

guardar el surco de agua que trae el viento.

Es en serio que nada necesito,

la bibliografía podría ser escasa

y yo te tocaría igual cada minuto

aunque hubiese perdido el alfabeto,

el habla del primate vuelto hombre

y espacio vertebral en la belleza.

Apenas me hacen falta las dos manos

para escribir sin tinta ni agonía

el rasgo corporal del pergamino.

 

(de Carnalidad del frío)

 

 

 

 

Dos piernas, dos rodillas, dos tobillos,

los dedos diminutos de los pies

que son tan parecidos unos a otros

y suman sus falanges en parejas,

los huesos semejantes, sucedidos

y su contaduría vertebral

para escribir el peso o el fulgor

son nómina y carbón en papel copia,

perfecta simetría con que el cuerpo

busca no estar tan solo y se consuela

del lunes y su abrazo envenenado.

Por eso se acompasa en paridad,

escruta sus meninges, sus alardes,

su tiempo entristecido y concluyente

y cuenta sus costillas mientras gime,

porque es inmensa la llanura sola

y el sol está tan lejos como el mar.

El día en que nos faltan los afectos,

palabras olvidadas como trébede,

justicia, lapicera o resplandor,

cuando estalla la flor de la torpeza

y aroma los manzanos al troncharse,

el cuerpo se conforma como puede,

busca su concordancia, su acomodo

para la ley de las compensaciones

y balancea su peso duplicado

por el estrecho beso de lo dual.

Tan sólo los impares desiguales

–el sexo, el corazón o la cabeza–

revientan en su plomo solitario,

reclaman con ardor para la sed

y exigen de algún modo compañía,

un canto en que se enreden otras voces

haciendo más liviano el universo.

 

(de La ausente)

 

 

 

 

Hasta el poema llegan, como islotes

de óxido y de plancton celular,

los restos silenciosos del naufragio

en que quedan los barcos y los hombres

tras el amor intenso, el oleaje

que levanta su proa y la sumerge

al fondo de la mar y sus caballos.

Las caracolas guardan su rumor,

la lentitud sombría en que los peces

desnudos se acomodan a morir

y vuelven cristalina su belleza

de fósil, su armadura transparente,

su vertical caída hasta el silencio

en que el fondo del mar guarda la espuma

que levantó el deseo y las mareas.

En su abisal distancia deslenguada,

amor y mar comparten varias letras

y la raíz mojada por la sal

empapa cada signo tras su empeño

por la coloración y el frenesí.

La boca humedecida, la entretela

del cuerpo y sus humores ablandados,

las veintinueve letras rezumadas

por la líquida masa del amor

después se vuelven piedra quebradiza,

astilla y fósil blanco en su rescoldo,

su agalla enrojecida en el vivir.

 

(de La ausente)

 

 

 

 

La mujer espera la llegada de los ciervos.

Se sienta en la cuneta y se descalza.

Con la uña más pequeña de su pie

rasca la tierra blanda y enmohecida

hasta arrancar un árbol de raíz.

Con un dedo invisible en su estatura,

remoto soberano primordial

empuja los nogales, los gomeros,

las hayas y los robles, los manzanos.

Después, bajo la lluvia, se arrepiente

mientras le late el pánico en la ropa.

El dedo mutilado es como el odio

del árbol mutilado, en la mujer

que se pinta en los labios treinta y dos

piezas dentales blancas, esmaltadas

con las que no morderse los pezones

ni llorar por los árboles caídos

y que suben despacio, en sus alvéolos,

como subió cada árbol a su copa.

Del tronco descuajado, vuelto torre

gemela de otras torres neoyorquinas

caen los pájaros muertos, las personas

como estorninos muertos, el ramaje

como chicharra muerta, los tablones

como féretros muertos para Irak.

La mujer entretanto se avergüenza,

guarda el dedo y su uña, sus dolores,

el esponjoso hueco de la encía

en que ató cada diente su raíz

y levantó una torre mineral.

A su lado, los árboles reposan

su tiempo de madera, griterío

de perros y de niños clausurados,

los brazos y las piernas como ramas

taladas con dolor contra la tierra.

Los animales huyen espantados.

Los ciervos se disculpan y no vienen.

 

(de Atavío y puñal)

 

 

 

 

Sobre su pecho muerto, la mujer

pinta una gran ventana para el aire.

El corazón, en su áspera alegría,

asoma al sur su sala octogonal

por el hueco del seno que extirparon

la enfermedad, la mano, el bisturí.

Sobre su pecho muerto, la mujer

raspa cualquier recuerdo doloroso

y colorea el soplo y el zumbido

del arrebato rojo de quedarse.

El hospital se borra en su blancura,

esa sala de espera es no lugar,

la habitación sin lágrimas ni olivos

es también no lugar, los lavatorios

y ascensores que nunca se detienen,

el pasillo alargado como el miedo

de biopsia en biopsia es no lugar.

La madre le cosió dos grandes senos

con hilo destrenzado del cordón

que la anudaba al tiempo y sus asomos.

Ahora un médico serio, preocupado

descose uno de ellos, lo retira

en silencio, y la extensa cicatriz

que corre por el tórax como el frío

abrasa los paisajes de la tundra.

Pero sobre su pecho, la mujer

sombrea un árbol negro, transversal

por la ira de perderse en el otoño.

También nubes y niños anhelantes

en su transpiración y su ajetreo

para mojar la tarde y las palabras.

El viento que entra en tromba la despeina

y su risa es un pájaro veloz.

 

(de Atavío y puñal)

 

 

 

 

La mujer pinta de plomo sus pezones.

Le pueden los corajes, las heridas,

el dedo con que aprieta contra el aire

un lamento de plomo, un grito largo

que se quedó descalzo y sin pendientes.

Al caminar furiosa contra el viento

que ensucia sus caderas de hojas muertas

y trozos de ramitas embarradas,

sacude a manotazos la cal viva

con que la dictadura había borrado

sus pies y sus apremios, la belleza.

Entonces aparecen los diez dedos,

media suela aterida de un zapato

que caminó ruidoso sobre el mundo,

restos blandos de tela indescifrable

y un grito que revienta en su metal

porque hay pelo adherido a ese dolor

y la mujer camina arrebatada

con su roja clavícula en la mano

para escribir su nombre en las paredes

y en la calcinación de la caliza.

Del reverbero le arden los pezones

pero al llegar la tarde se consuela:

la tibia, el peroné de su esqueleto

apagan el rencor blanco de cal

y disuelven el óxido y el talco,

el miedo, las fracturas, los manteles,

el agua endurecida por el odio.

Y cuando duerme, olvida que en Oswiecim

guardan el pelo humano en una nave.

En el sueño, además, hay una niña

que duerme acomodada por completo

sobre un sol acabado y circular

como una mandarina luminosa.

 

(de Atavío y puñal)

 

 

 

 

 

María Ángeles Pérez López (Valladolid, España, 1967).

Es poeta y profesora titular de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca, donde trabaja sobre poesía contemporánea en español. Antologías de su obra han sido publicadas en Caracas, Ciudad de México, Quito, Nueva York, Monterrey, Bogotá y Lima; también de modo bilingüe en Italia y Portugal.

Uno de sus libros (Carnalidad del frio) ha sido editado bilingüe en Brasil en 2021 y en Estados Unidos en 2022. Su último libro, Incendio mineral, acaba de ganar el Premio Nacional de la Crítica en España.

Es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, hija adoptiva de Fontiveros y miembro de la Academia de Juglares de Fontiveros, el pueblo natal de San Juan de la Cruz.

Written by Mario Meléndez

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