Gabriel Chávez Casazola

La canción de la sopa y otros textos

 

La canción de la sopa y otros textos

 

 

 

 

 

VUELO NOCTURNO / ARTE POÉTICA 1

 

Esa luz que se apaga

no es un imperio

ni una luciérnaga.

 

Antoine lo sabía, lo supo volando sobre la Patagonia.

 

Esa luz que se apaga es una casa que cesa de hacer su ademán

al resto del mundo,

una mansión

 

—una humilde mansión si cosa cabe: todas las casas del hombre

son una mansión, todas las mansiones del hombre una cabaña—

 

una mansión, decía Antoine, que se cierra sobre su amor. O sobre su tedio.

 

Una luz vacilante a la que

—frío al calor—

unos labriegos reunidos

se aferran

 

náufragos que balancean un fósforo

ante la inmensidad

desde una isla desierta.

 

 

 

 

LA CANCIÓN DE LA SOPA

 

En tiempos de mi abuelo las familias eran grandes

vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,

inclusive diminutas, pero grandes.

 

Comían alrededor de grandes mesas

mesas fuertes, cubiertas o no de mantel largo

pero bien establecidas en el piso.

 

Con cucharas enormes comían la sopa

en los grandes mediodías. La sopa extraída con grandes cucharones

de unas enormes soperas.

 

Se reunían juntos después a oír la radio, a tomar café,

a fumarse un cigarrillo

sin grandes (ni pequeños) cargos de salud o de conciencia.

 

Mamá, bordando a veces y a veces tejiendo,

veía sucederse a los hijos y a los nietos

en un ininterrumpido y gran bordado.

 

Papá, la autoridad papá, llegaba todas las tardes a las 6

montado en un gran auto americano o en un gran caballo

o con un gran estilo

de caminar

para pasar la noche junto con los hijos y los nietos que el

tiempo no había interrumpido,

salvo aquél que enfermó, aquél que se fue

dejando un enigma y una sensación de vacío

—una enorme sensación de vacío—

flotando, con el humo de los cigarrillos,

sobre la sobremesa de la cena.

 

A veces, en esos momentos, papá, la autoridad papá,

dejaba de escuchar los sonidos de la radio y quería estar

solo consigo mismo, simplemente

no estar ahí, tal vez estar corriendo por alguna lejana

carretera con una rubia parecida a mamá cuando no era

mamá, montado en un gran auto americano o en un gran caballo o

con un gran estilo de caminar aún no vejado por el tiempo.

 

Mamá a su vez algunas sobremesas sentía un nudo

en la garganta, un nudo que después salía flotando de su

boca montado en un gran suspiro,

un enorme nudo que se enredaba en el vapor

de su taza de café, con unas

volutas que le robaban la mirada y la hacían desear

estar sola,

simplemente no estar ahí, escuchando los llantos

de las últimas hijas y los primeros nietos.

 

Así fueron los años, vinieron los cafés y los cigarrillos

y un día la gran casa se fue quedando sola, las enormes

soperas vacías, las cucharas mudas

de una enorme mudez que a hijas y nietos nos persiguió

a lo largo de miles de kilómetros de carretera, de cable de

teléfono, de grandes ondas que ya no se miden en kilómetros.

 

Incluso aquél que enfermó, el primero en partir

como cada quien que bebió de esa sopa fue alcanzado por la mudez,

que se metió en su pecho por la gran boca abierta

de un enorme bostezo.

 

Entonces

compró una breve sopa instantánea

y entre sus mínimas volutas

se permitió un pequeño llanto.

 

No podía tomar la sopa,

en su diminuto departamento no había una sola cuchara,

una sola mesa bien fundada, algo

que vagamente pudiera parecerse a la felicidad

y sus rutinas.

 

Entonces pensó en los tiempos de su abuelo o del mío

o del tuyo, cuando las familias eran grandes

vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,

inclusive diminutas, pero grandes

y veían sucederse a los hijos y a los nietos

en un ininterrumpido y gran bordado

con enormes hilos invisibles abrazándolos a todos en el aire.

 

(De El agua iluminada, 2010)

 

 

 

 

DE LA VELOCIDAD DE LOS FANTASMAS

 

En un prólogo leo que un poeta fue prematuramente muerto.

Pero, ¿acaso hay alguien que muere antes de tiempo?

Todos morimos en el momento exacto.

Lo que ocurre es que los muertos jóvenes dejan más cosas pendientes

y tardan mucho en desplazarse

–distraídos y perplejos– para cerrar sus círculos.

 

Sí, los muertos jóvenes viajan muy lentamente

para poder ajustar cuentas:

sé de una muchacha cuyo fantasma demoró largos veinte años

en recorrer a pie la ruta desde Buenos Aires hasta San Lorenzo,

en el norte,

atravesando pampas y cañaverales,

para poder decir adiós

con una vaharada de perfume a un hombre que fue suyo,

y sé también de un piloto, muerto en cierto accidente,

que demoró diez años en llegar a los sueños de su madre

para revelarle en cuál pico de los molestos Andes

se encontraba, congelado y envejecido,

cual la heroína de Horizontes Perdidos en el Tibet,

su exquisito cadáver treintañero.

 

Los muertos viejos no.

Los fantasmas de los que han muerto viejos llevan los pies livianos

ya casi alígeros de tan inmateriales

(remember A Christmas Carol)

y pueden cerrar cuentas –si aún las tienen– en una misma noche,

en esa misma noche en que los velan.

 

Los muertos niños

los muertos niños no se van del todo

se quedan atrapados e indefensos entre sus juguetes

sin percatarse de que han muerto,

de que algo ha cambiado radicalmente entre ellos y nosotros.

 

Por eso, cuando de noche en tu departamento se encienda algún juguete sin motivo

aparente o si, como en cierto palacete de San Isidro en Lima,

un niño se le aparece a una invitada

de voz bella, con toda naturalidad,

jugando tras del escritorio,

es que allí algún pequeño no ha cerrado su círculo

entre sí mismo y la dura razón de la existencia.

 

Los muertos no nacidos fluyen siempre en el torrente de la sangre de sus madres.

 

 

 

 

KOYU ABE SIEMBRA UNA SEMILLA DE GIRASOL
EN LOS JARDINES DEL TEMPLO DE GENJI

 

Koyu Abe, con rigurosa túnica negra,

alta y rapada la cabeza

llano el ceño

siembra una semilla de girasol en los jardines del templo de Genji.

Con parsimonia deposita la pequeña cáscara repleta

de luz en potencia

de futuros asombros

en un cuenco cavado entre la tierra.

La cubre con una pequeña pala

la riega con una regadera anaranjada.

Pasa la brisa sobre los jardines del templo de Genji

la siente Koyu Abe en sus manos salpicadas por el agua.

En una bolsa de tela colgada en el regazo lleva

unas decenas o cientos de semillas.

Es aún muy de mañana y sembrar cada una es su tarea

y cubrirla

y regarla con su regadera anaranjada.

 

Un millón de girasoles habrán de alfombrar pronto los jardines de Genji y los huertos aledaños.

Monjes, campesinas,

todos habrán de tener manos humedecidas por el agua que riega los futuros

asombros amarillos de los niños,

las que serán luces piadosas para ojos extenuados.

Koyu Abe no conoce a Van Gogh, mas pinta girasoles con su pala.

Koyu Abe, cuya mirada divisa, en lontananza, los perfiles grisáceos de los silos nucleares.

A la vera de Fukushima se levantan los jardines del templo de Genji

y es preciso purificar el cielo, purificar las aguas, purificar el suelo, purificar los soles

sembrando girasoles.

No es un efecto estético, me dice Koyu Abe, en el silencio de la imagen:

las raíces absorben los metales pesados

y del veneno nace, como si tal, la flor.

Mas es verdad que también la belleza purifica

por sí misma,

acota el holandés, saliendo del silencio de la tela,

y Koyu Abe me extiende una bolsa de semillas

de cáscaras repletas de diminuta luz.

La enorme regadera anaranjada

me la alcanza Van Gogh.

 

(De La mañana se llenará de jardineros, 2013)

 

 

 

 

 

Gabriel Chávez Casazola (1972). Poeta boliviano. Ha sido traducido a nueve idiomas y tiene libros publicados en 12 países: Francia, Italia, España, EE.UU., México, Costa Rica, Cuba, Colombia, Ecuador, Chile, Argentina y Bolivia. Sus títulos más recientes son El agua iluminada (2010), La mañana se llenará de jardineros (Ecuador, 2013; Bolivia, 2014), Multiplicación del sol (Colombia, 2017; Chile, 2018; Bolivia, 2019), y las antologías de su poesía Il canto dei cortili (Italia, 2018); La vitesse des fantômes (Francia, 2018); Persistence of tattoos (EE.UU., 2018); y una cuarta edición, ampliada, de Cámara de Niebla (Cuba, 2019). Recibió la Medalla al Mérito Cultural de Bolivia, el Premio Editorial al Mejor Libro del Año y el Libro de Oro, entre otros reconocimientos en su país, y fue finalista del Premio Mundial de Poesía Mística “Fernando Rielo”. Es docente universitario de Escritura Creativa, dirige el taller de poesía “Llamarada verde” y es curador del Encuentro Internacional de Poesía de la Feria del Libro de la ciudad boliviana de Santa Cruz, donde reside.

 

Written by Mario Meléndez

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